Por Andrés Gonzáles, docente monitor del Programa Corredor Andino Fronterizo
Pararse a pensar la educación –su sentido y su trascendencia en la vida de la persona– es una cuestión esencial para quienes participamos directamente en la tarea educativa, más aún cuando enfrentamos situaciones muy preocupantes sobre la formación de nuestros futuros ciudadanos, a quienes les toca vivir en un mundo con desafíos cada vez más grandes. No es suficiente revisar los documentos curriculares ni instruirse en las técnicas, metodologías y tecnologías; todo eso está muy bien, sino también hay que comprender la influencia decisiva de los actores que participan en el crecimiento de los estudiantes. Son ellos quienes, primariamente, deben conocer el sentido de la educación, pues –como recuerda Barrio Maestre una sentencia aristotélica– “el producto del cualquier trabajo humano participa en alguna medida de las características de su autor”, esto es, en el plano educativo, la huella que dejan los educadores en la existencia de otra persona. De ahí la importancia de que aquellos conozcan el propósito final de la educación. Quien no conozca el lugar de su destino, seguramente se pierda en el camino.
Ninguna alternativa que no provenga de los verdaderos agentes, quienes inciden en el proceso del crecimiento humano, cambiaría significativamente el estado académico de nuestros estudiantes, especialmente de aquellos que viven en zonas menos favorecidas educativamente, lugares donde cualquier innovación llega con cierto retraso y en donde la oportunidad de aprendizaje, a pesar de contar con grandes potenciales, se reduce a una mera repetición de palabras, ejercicios básicos de aritmética o simples bosquejos de cualquier materia importante; claramente insuficientes para adaptarse a un mundo avanzado, por un lado, y tan lento, por otro. Entre lo local y lo global hay una enorme disociación. Responder tal necesidad educativa –acaso una urgencia– requiere detenerse a pensar el sentido de la educación y hacerlo remite inmediatamente a la persona, su caracterización de índole filosófico-antropológica. No es posible, nunca lo será, una educación eludida de la concepción antropológica (Barrio Maestre, 2016), algo implícito en el quehacer pedagógico y didáctico, pero no siempre claro y definido. No se educa solo para ser útil laboral y productivamente –ser hábil en la mercadotecnia– o solo para adquirir ciertas destrezas y competencias hasta cierto grado para actuar, muchas veces, como máquinas. Por eso, ¿quién educativa y para qué?
Hay quienes definen la educación como un proceso de ayuda a otro –cito a algunos pensadores y pedagogos recientes que comparten esta visión: Tomás Alvira, Leonardo Polo o Barrio Maestre–, es decir, el crecimiento personal depende de la cooperación de otros, aunque es verdad también que cada ser humano se abre libremente para formarse. Leonardo Polo expresa con estos términos: “si el hombre se lo debiera todo a sí mismo, la educación carecería de sentido” (2006, p. 46). Por su parte, Barrio Maestre (2020) afirma que “la educación es una ayuda a la maduración, al crecimiento de la persona, o de lo más humano del ser humano” (p. 53). En ese sentido, la familia –siguiendo a Leonardo Polo– es la primera institución que ayuda a crecer a sus miembros, especialmente a los más pequeños, porque es palmaria la debilidad y la dependencia del niño en sus primeros años de vida, y lo sigue siendo después en todo el ciclo vital del ser humano, incluso cuando se ha instaurado la autonomía, ya que no es posible una vida aislada de los demás. El hombre es naturalmente un ser vulnerable, aunque –ciertamente– los grados de vulnerabilidad son relativos a cada uno. Por ello, la filiación es una condición propia de la persona, es decir, la pertenencia a una institución que incoa una vida; por eso, es totalmente comprensible que su función es salvaguardar el hijo y cooperar en su crecimiento. En suma, es tarea de la familia también educar conociendo para qué se hace o con qué propósito.
Los educadores –otros actores de gran importancia– están llamados a conocer la persona. El alfarero sabe el potencial de la arcilla o el escultor lo del mármol a partir de sus condiciones de posibilidad o de cómo está hecho; de la misma manera, el maestro necesita conocer la persona, sus facetas de crecimiento y qué hace que sea educado el ser humano. Esta idea no subyace en el manejo técnico ni metodológico, sino en una formación antropológica y filosófica, que sustenta la importancia que le demos al sentido –no ya solo de la educación– sino de la vida misma.
Por eso, al igual que Leonardo Polo, podemos afirmar “que el hombre es un ser de proyectos porque él es un proyecto. El afianzamiento y desarrollo de ese proyecto que implica, por otra parte, la salida de la crisis mundial que atraviesa la sociedad, pasa necesariamente por el corazón de la familia, y también debe ser encomendada a una buena educación” (Polo, 2006, p. 11). Y, por último, las innovaciones técnicas –ahora que afloran múltiples artificios de la llamada “inteligencia” artificial– no serán suficientes para cambiar la tan degradada educación. Ninguna técnica por sí sola cambia la realidad de un conjunto de personas si estas no toman consciencia de su situación y se atreven a lanzarse por cometidos mayores. ¿Quiénes pueden hacer posible este cambio? La respuesta es simple, pero no es una empresa sencilla: los que saben ayudar a crecer.
Diplomado en Innovación Educativa en Escuelas Rurales
La implementación del Diplomado en Innovación Educativa en Escuelas Rurales, en el marco del programa Corredor Andino Fronterizo, cofinanciado por la Generalitat Valenciana y la Fundación Mainel y ejecutado por la Asociación Fomento de Investigación y Acción para el Desarrollo (FIAD) y la Universidad de Piura, constituye una contribución valiosa para mejorar la calidad educativa en los distritos rurales de Sícchez, Jililí y el centro poblado de Ambasal en Ayabaca. Este diplomado está dirigido a los docentes en ejercicio que laboran en estas localidades, quienes reciben una formación centrada en conocimientos disciplinares, metodológicos y antropológicos. La formación se basa en una estrategia que incluye clases presenciales, asesoría personalizada, acompañamiento pedagógico y estudio autónomo.
El objetivo del diplomado no solo es fortalecer las competencias de los profesores para que puedan innovar sus prácticas pedagógicas, sino también fomentar la reflexión sobre la actividad docente, así como el sentido y la trascendencia de la educación en entornos rurales, donde la necesidad de mejorar la calidad educativa es apremiante. Esto es fundamental para afrontar los desafíos de diversas índoles –ambientales, tecnológicos, antropológicos y otros– que presenta el presente siglo.